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En un mundo donde el valor de la mujer se mide muchas veces por su apariencia, sus logros o su estado civil, la soltería puede convertirse en una carga más que en una etapa de plenitud. Muchas creyentes viven presionadas por las expectativas sociales y religiosas que giran en torno al matrimonio, olvidando que la verdadera identidad del cristiano no está en su situación sentimental, sino en su relación con Cristo.
Este es el testimonio de una mujer que aprendió, a través del dolor, la espera y la gracia, que su vida no comienza con un “sí, acepto”, sino con el amor incondicional de su Salvador.
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La vida cristiana no siempre se vive en las alturas del gozo espiritual. Con frecuencia, el caminar en la fe se siente más como un paso lento y cansado, un clamor repetido que surge del alma: “Estoy cansado, Dios”.
El Salmo 123 nos abre la puerta a esa confesión que no todos se atreven a expresar, pero que muchos experimentan en lo profundo de su ser. En una época donde el relativismo moral domina y muchas personas creen que pueden definir a Dios a su manera, aún hoy el Señor sigue llamando a los suyos con poder, por medio de su Palabra viva y eficaz. Este testimonio no es una historia sobre una persona que decidió cambiar de religión o mejorar su vida moral, sino el relato de cómo Dios, por pura gracia, abrió los ojos de un hombre para que viera la gloria de Cristo.
Muchos, al escuchar la palabra “cristianismo” piensan en un club de personas morales, impecables, siempre sonrientes y libres de problemas. Otros, heridos por experiencias negativas, ven a la iglesia como un lugar lleno de hipócritas que predican una perfección que ellos mismos no viven. Es una percepción tan común que incluso se ha convertido en excusa para alejarse de la fe: “Yo no encajo ahí, no soy perfecto.”
Pero ¿es eso lo que enseña realmente el cristianismo? ¿Es la fe cristiana una religión diseñada para gente perfecta? Hay quienes crecen rodeados de un lenguaje cristiano, en hogares donde se habla de Dios y se conocen las Escrituras. Pero no siempre esa cercanía cultural con la fe es una garantía de conocer realmente al Dios vivo. Este es el testimonio de una mujer que descubrió que ser cristiano no es una tradición ni una herencia, sino una relación transformadora con Cristo.
Vivimos en una época que celebra la diversidad de creencias y estilos de vida. En ese contexto, muchas personas reaccionan con incomodidad —o incluso molestia— al escuchar la afirmación cristiana de que Jesús es el único camino a Dios. ¿No suena eso cerrado de mente? ¿No es más noble pensar que todas las religiones conducen al mismo destino? Sin embargo, la pregunta más importante no es si nos agrada esa idea, sino si es verdadera. Jesús no es una opción entre muchas, sino el único mediador suficiente, necesario y glorioso para reconciliarnos con Dios. “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida;
nadie viene al Padre sino por mí.” -Juan 14:6, RVR1960 La vida, muchas veces, nos lleva por caminos que parecen no tener salida: relaciones quebradas, decisiones que nos alejan de la verdad y momentos de oscuridad que nos hacen cuestionar nuestro propósito. Sin embargo, incluso en los escenarios más difíciles, Dios puede manifestar su gracia, su poder restaurador y su amor inagotable. Esta es la historia de una mujer que, tras años de vivir en pecado, encontró en Cristo una nueva vida, restauración, y una familia espiritual que la acompañó en su proceso de transformación. |
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Noviembre 2025
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