En nuestra iglesia, cuando construimos el santuario que ahora usamos como gimnasio, alguien encargó cinco sillas grandes con coronas talladas que remataban el respaldo de las mismas. Se suponía que yo me sentaría en la silla del centro antes de que empezaran los cultos. Lo hice durante un par de semanas, pero no me gustaba. Yo prefería sentarme en la primera banca junto con la congregación. No quería que los hermanos pensaran que yo era un hombre orgulloso o mejor que ellos. Sentarme en la primera banca me daba la misma perspectiva que todos los demás: Yo estaba allí para adorar a Dios. La única diferencia entre la congregación y yo, era que dios me había llamado a mí a predicar con ese don.
Confío que cuando usted se hizo cristiano no cayó en la ilusión de pensar que Dios le necesitaba. Algunas personas dicen: “¡Si el Señor pudiera salvar a aquella persona! Tiene mucho talento y es un gran líder”. Eso es ridículo. El Señor puede salvar a cualquier persona que Él quiera. Y nosotros no tenemos nada que ofrecerle a Dios. Somos como el hombre en Mateo 18:23-34 que no podía pagar la deuda de diez mil talentos. El pobre no tenía nada para ofrecer. Mateo 5:3 nos dice: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Es decir, cuando entramos en el reino de Dios, lo hacemos como pobres mendigos que no tienen nada para ofrecer. Estábamos en la bancarrota espiritual. Si tenemos algo ahora, no es porque no lo hemos ganando, sino que Dios nos lo dio. Lo único que tengo para ofrecerle a Dios es lo que Él me dio mediante el don de la salvación y de su Espíritu. No puedo recibir reconocimiento por eso, debo darle la gloria a Dios. No tengo razón para enorgullecerme. Los líderes de nuestra iglesia se han esforzado por resistirse a la preocupación con la autoestima y al egoísmo que prevalece en nuestra sociedad contemporánea. Señalamos que Dios ha llamado a los cristianos a ser personas humildes. La Biblia habla con frecuencia acerca de la humildad. En esencia Jesús nos dice en Mateo 10:38-39: “El hombre que se niega a sí mismo y toma su cruz, halla su vida al seguirme”. Vuelve a decir lo mismo en Mateo 16:24-25: Niéguese a si mismo y sígame. Pague el precio del humillarse a si mismo y póngase por debajo de otros. En Filipenses 2:3-4 leemos: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de otros”. Busque honrar a los demás y a atender a sus necesidades. Si los miembros de una iglesia están peleando por las posiciones de autoridad, van a experimentar el mismo caos que cuando los discípulos andaban buscando los primeros puestos (Mt. 20:20-21; Mr. 9:33-35; Lc. 22:24). Deberíamos desear de todo corazón ser humildes. Eso no quiere decir que tenemos que desvalorarnos a nosotros mismos, porque en Cristo somos eternamente valiosos. No tenemos que andar por ahí diciendo: “Soy un gusano; soy una rata; soy una basura; no soy nada”. (No obstante, nunca olvidamos que Cristo es quien nos hizo valiosos, no lo ganamos por nosotros mismos). Somos de valor para Dios porque fuimos redimidos y santificados. Eso nos capacita para servirle. “El plan del Señor para la iglesia” escrito por el Pastor John MacArthur
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Septiembre 2019
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